miércoles, 30 de julio de 2008

LA HABITACIÓN

Por Eduardo Antay

Eres un animal de costumbre.
Ahora sientes pena. Escuchas con más atención el sonido de la corneta del panadero, allá afuera. Te detienes en la mitad de la habitación, casi cabizbajo y echas –como un radar— la mirada resuelta por todo el contorno.

Observas el foco y su incandescente luz amarilla con su cable largo como un brazo. Recuerdas la particular relación que tenías con el foco: cuando querías mayor incandescencia solo empuñabas la escoba y con mucho tino –casi amorosamente– lo sacudías, la respuesta no se hacía esperar; las noches se convertían en día.

Miras tu ventana y recuerdas las noches que siempre salías a buscar esa estrella, esa amiga lejana que siempre era esquiva en la neblina limeña. Parado allí, volteas tu mirada hacia tu cama y notas algo distinto. "Nunca me percaté que las patas de mi cama eran tan anchas", reflexionas. Te agachas y las mides con el ancho de tu mano. Ahí abajo te quedas rato maravillado por el sinfín de ángulos que se observa en la habitación; pero ya es tarde, debes irte, debes dejar lo que alguna vez lo llamaste tu "cuartel general".

Ahora escuchas su silencio y sientes que éste te atraviesa el corazón. Cada segundo que pasa lo tomas en cuenta, lo saboreas, y lo deglutes.
Ahora tienes pena de abandonar la habitación. Romper tu sistema, tus costumbres, tu vida.

Sientes pena, lo sé. Pero el momento ha llegado.
Te toca correr la cortina y salir de allí. Salir y respirar nuevos aires... otra vez.
Antes de abandonar la habitación, parado en el marco de la puerta, te detienes. Estás de espaldas a él; sabes exactamente donde está el interruptor, levantas la mano izquierda --demorando más de lo acostumbrado-- lo encuentras y lo presionas. Como una estatua humana, ladeas tu cabeza y con el rabillo del ojo, observas la oscuridad. "Adiós", dices mentalemente; y te vas.

Sé que tienes pena, lo sé.

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