viernes, 30 de noviembre de 2007

LA OSADÍA DE UN TONTO





El Sol era espléndido. El mar se veía imponente e infinito. Las gaviotas surcaban el cielo límpido, cegándome por tratar de mirarlas en dirección al sol.
La gente mostraba su mejor ánimo. La arena blanca formaba una capa fina a mis pies y me traía recuerdos de los mejores años de mi niñez.
La playa era una puerta a la alegría, llena de fragancia y risas que me decía que este día iba a ser muy bueno.

Estaba algo avergonzado porque ese verano desnudaba un mínimo crecimiento de mi barriga. -¡No te chupes!-, me decían mis amigos. Sí claro, pensaba, ¡como no la llevan ellos!
Recuerdo que regresaba de bañarme con una gran ola, directo a beber una Red Bull.
Daba la espalda al mar con dirección hacia mi sombrilla, cuando percibí los rostros de miedo en la gente mirando detrás de mí hacia el mar. ¿Será un disimulo al verme la panza que tengo? –Pensé-. Pero en seguida escuché gritos de desesperación. No. Imposible. Algo sucede detrás.

En ese instante, giré con la velocidad de una combi en pleno centro de Lima, y vi el majestuoso cuadro de una muerte inminente.
Era una chica de bonitas curvas, algo trigueña, quizás bronceada ya por el inclemente sol, y que justo minutos antes un amigo del grupo había decidido hacerle el habla. Claro, notaba que su apuro no tenía buenas intenciones. Pero sabíamos de antemano que su afán iba a quedar en eso, sólo intenciones.

Lo que vi fue desoladoramente fatal. La chica, en la cresta de una ola, luchaba por zafarse de los penetrantes y desgarradores dientes de un tiburón blanco. Me quedé inmóvil, frío y lleno de terror. El tiburón caía y se levantaba a la orden de las olas con la presa en la boca.
Ella por otro lado, en su rostro se veía no el miedo, sino el coraje y la valentía de luchar con el pez. Se notaba la energía de una mujer enfurecida por verse atrapada en ese lance. Creo que su vida no le preocupaba mucho, sino el hecho de verse inmovilizada por una bestia como era el tiburón.

Cuando noté esa actitud en ella, sentí el valor del arrojo y me llené de coraje desmedido, ahora lo sé, y no tuve tiempo de pensar en mi propia vida. Sólo atiné en lanzarme al mar y rescatarla, de paso justificar mi transitar por esta vida.

Mis amigos me gritaban, no sé qué cosas, pero en mi mente estaba fija sólo un objetivo: rescatarla con vida a esa chica. Cada braceada era una eternidad, no había tiempo que perder -me dije-. Sólo llevaba el crucifijo, regalo de mi esposa en la mano derecha.
La chica estaba atrapada por la pierna izquierda. Lado por el que me acerqué. Confieso que al ver a la bestia cerca de mí noté la hermosura de su piel, su contextura dura y dúctil a la vez.
El tiburón, pienso yo, al notar la presencia decidida y osada de mí intentó arrastrarla mar adentro, eran minutos vitales y no podía permitir que sucediera eso. Piensa, piensa – reflexioné- y en un momento casi instantáneo, tomé el crucifijo y se lo incrusté en el ojo al pez. Tan fuerte fue el sacudón que la chica se logró liberar.

Me asombré al ver que no tenía ninguna lesión, ni un raspado, nada. – ¡Qué! ¿No te ha pasado nada? – Pregunté- y ella lejos de agradecer, me increpó: ¡de dónde rayos saliste tú! ¡Lo echaste todo a perder! En ese preciso momento veo a un par de personas con trajes de buzo. La marea ya nos estaba arrastrando a la orilla y con ella al tiburón.
Me sentía confundido, desubicado, no entendía qué pasa. La chica no tenía nada, más bien estaba molesta por mi intervención y además había dos buzos más en el área.

De pronto me di cuenta, por las caras en la orilla que se acercaba más y más, que todo había sido una actuación. La gente reía y otros me miraban con desprecio, molestos por haber arruinado la toma principal de la película que estaban rodando. Mis amigos se burlaban de mí, y me explicaban que trataban de decírmelo sin que yo les haga caso. Y no es que no les hacía caso, sino que, no entendía lo que decían, además mi mente estaba concentrada en salvar una vida y no en malograr una toma.

Finalmente pisé tierra y conmigo el tiburón también. Era una réplica exacta de un tiburón blanco, muy bien elaborado incluido gestos feroces. Sólo que ahora debería pagar los daños causados en el ojo izquierdo por culpa de mi crucifijo.

Aprendí a no tomar partido impulsivamente ante cualquier hecho; así haya una linda chica luchando por su vida, porque la vida señores es una actuación y nada más.

Por ahora, quiero investigar más sobre tiburones para poder afrontarlos con dignidad, si aún me queda algo de ello, y si algún día tendré el valor de verme frente a frente con estos supremos del mar.


Lalo Antay

domingo, 18 de noviembre de 2007

¿PUEDO ELEGIR MI MUERTE?



Desde hace unas semanas he tenido una serie de exposiciones. Mi posición siempre ha sido a favor del derecho que a todas las personas nos asiste como un ejercicio libre y soberano.
Creo que ese derecho es vital, pues nos garantiza que somos seres humanos libres de elegir lo que mejor nos parezca. Estuve reflexionando y me pregunto: ¿Qué hay de las personas que no pueden ejercer su derecho por discapacidad mental o en el caso de los niños?
Veamos. Los casos puntuales son la Eutanasia y la Transfusión de sangre. En ambos defiendo el derecho a que un paciente elija lo que crea conveniente.

Si me veo postrado en la cama de un hospital con una enfermedad terminal y con un sufrimiento agónico de dolor, donde la ciencia médica simplemente ya no tenga nada que hacer y sólo existan paliativos para el sufrimiento, es allí donde en mi libre ejercicio del derecho que me asiste, decido por mi propia voluntad, que pongan fin a mi vida (dicho sea de paso esa situación ya no es vida, luego hablaré sobre este tema en otro artículo) y liberarme del dolor y sufrimiento agónico que embotaría mi conciencia sólo con maldiciones por sufrir así, justo en los últimos momentos de mi paso por esta vida.

En la otra posición, probablemente yo no rechace una transfusión, o quizás sí. No lo sé.
En ambos casos, la elección que se haga igualmente debe respetarse y no desmerecerse, ¿por qué? porque también ejerzo mi derecho a elegir y eso me hace libre.
En este punto prima mucho la conciencia religiosa. Esta posición la abandera los Testigos de Jehová. Mucha gente pueda pensar que son fanáticos o no, pero esa no es la discusión. En realidad no debe existir ninguna discusión, pues la elección que hagan, equivocada o no, igual es su derecho y debe respetarse.

Los testigos consideran que relacionarse con sangre es detestable a los ojos de Dios y que por lo tanto deben mantenerse al margen de todo tipo de tratamientos con sangre.
Ellos creen convincentemente en la promesa de la resurrección en el nuevo sistema de cosas, por tanto, prefieren rechazar la sangre y morir, a condenarse eternamente y no resucitar en el paraíso. Esto es lo importante “ellos tienen fe” y eso se respeta.

Pero, ¿qué sucede con las personas que tienen discapacidad mental o con los niños?
Se debe respetar y cumplir su desición, si es que tienen capacidad de decidir, o ¿los familiares adultos deben decidir por ellos? Esto, a mi parecer, conforma el gran debate bioético. Insisto, toda persona adulta y con entereza de razonamiento tiene derecho a ejercer voluntariamente sobre el destino de su vida en estos casos puntales.
Pienso que toda regla para se regla debe tener excepciones. Y esta debe ser su excepción. Por tanto, a mi juicio los tutores sopesando los riesgos/beneficios del paciente deberían tener la última palabra en comunión con sus principios y valores.

Demás está decir que estos dos casos puntuales: Eutanasia y Transfusión de sangre no debemos confundirlos con el suicidio o el asesinato, cosas ciertamente censurables.

Finalmente, la desición trascendental en estos casos debe ser reflexionada y respetada empezando por uno mismo y por los demás.

La vida es valiosa, pero también debemos aprender a morir habiendo vivido.

Lalo Antay.